Hoy quiero dedicar unas líneas a la gente buena. No me refiero a la buena gente, es decir, todos aquellos con quienes nos cruzamos cada día o tenemos algún encuentro casual y que hacen la vida más fácil con su amabilidad y su simpatía. De esta buena gente, gracias a Dios, no falta.
Hoy, sin embargo, quiero hacer un homenaje a la gente buena, es decir, a aquellos que, por su compromiso de vida, por sus gestos y sus detalles, por su manera de sentir, de mirar y de caminar por la vida apuntan a algo más sublime, quizá a algo que les sobrepasa a ellos mismos. Por ejemplo, aquel que renuncia a un puesto de trabajo que cualquiera quisiera para sí para dedicarse a algo más vocacional y que ayudará a más personas aun cobrando mucho menos; la que atraviesa medio mundo −literal− por acompañar los momentos importantes −bodas y funerales− de su gente cuando todos entenderían que no viniera; el que abre las puertas de su casa para acoger a otro que se ha quedado en la calle y pasadas unas semanas no se le nota ni que está incómodo con su intimidad invadida ni que está haciendo un favor.
Gestos pequeños que dejan entrever un corazón grande. Detalles gratuitos que son impagables para quien los recibe. Muestras de bondad que apuntan más allá de la persona. Y es que esta gente buena nos abre los ojos: Dios nos cuida a través de sus gestos desinteresados. Solo queda agradecer y hacerse pequeño. Con estos detalles sencillos, una vez más, se derrumban nuestros cálculos de «esto te he entregado, esto espero recibir» y los desenfoques sobre nuestra figura en los que nos colocamos más arriba o más abajo del lugar que nos corresponde. Porque de esta gente buena recibimos algo inesperado e inmerecido y porque, reconozcámoslo, nos dan mil vueltas.
Sus nombres deberían estar escritos en una placa para ser recordados. Y si bien raras veces obtendrán un reconocimiento público, al menos sus nombres deberían estar bien grabados en un lugar donde podamos nosotros mirar de vez en cuando. Porque la gente buena sostiene el mundo o, más modestamente, nos sostiene a nosotros. Cada vez que nuestra fe tiemble, que nos sintamos solos, que desconfiemos del género humano o que comprobemos que es posible darnos un poquito más, deberíamos volver la vista a esos nombres para reconocer que Dios ya nos amó primero y que espera de nosotros que también nos entreguemos con bondad.
Vaya, pues, este homenaje agradecido a la gente buena al que, estoy seguro, muchos de los que lo han leído se querrán apuntar.
Sergio Gadea, sj (tomado de www.pastoralsj.org)