No sé si te ha pasado, pero a mí sí. Hay momentos en la vida en que quisieras tocar y presionar el botón de avance rápido ‘FF’ (fast forward button), hay tiempos en los que cuesta más la vida; esos instantes en que la lentitud de lo ordinario se parece a una pesada losa que inevitablemente hay que cargar. Esta tentación de presionar el botón de avance rápido puede sucedernos, generalmente, cuando la incertidumbre del porvenir carcome nuestras entrañas, cuando nuestros deseos de saber se imponen ante cualquier resabio de desconocimiento. Queremos que toda la vida nos quepa en un plan estratégico, acotado, medido y bien estructurado. El Descartes que llevamos dentro parece exigirnos a toda costa claridad y distinción, entendimiento y comprensión. Pero cuando esto no sucede, porque la vida misma tiene sus grandes dosis de sorpresas, nos invade una sensación de inseguridad, de miedos, de fantasmas, de titubeos y, a veces, de una completa parálisis que nos impide seguir adelante o, al contrario, un impulso que acelera nuestro ritmo y entonces pasamos atropellando a otros.
Caminando con los pueblos indígenas, como jesuita, he aprendido a base de grandes esfuerzos y duras frustraciones, que el tiempo no necesariamente tiene que ser lineal, sino que también puede ser circular. No somos del tiempo, el tiempo es nuestro. Decir que «no tenemos tiempo» es una mentira, porque el tiempo, cuando de veras hay interés, lo hacemos nosotros. No todo tiene que ser pragmático o utilitario, también existen la donación y la gratuidad. No solo es importante lo individual, sino también, y con mayor énfasis, lo comunitario. La tentación de acelerar la vida me invade por el miedo que tengo a sentir mi existencia en todas sus formas, estados de ánimo, colores, matices, texturas, sonidos, silencios, presencias y ausencias; pero nadie nos puede ahorrar caminos, hay que andar todas las sendas y sentir los vientos de cada momento: la frescura de la mañana, el fatigoso calor del mediodía, la suave brisa del atardecer, la callada oscuridad de la noche y todos los tiempos muertos donde nada brilla, donde nada sucede, donde la lentitud de la vida nos abruma y donde la calmada espera nos desespera.
Una expresión popular dice que «el que espera, desespera» pero esa desesperación nace de la falta de una auténtica esperanza. Como cristianos, sabemos de sobra que «la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Cuando perdemos de vista que la esperanza cristiana es un don que nos hace capaces de superar con paciencia toda resistencia, toda adversidad y toda impaciencia, es cuando quedamos atrapados en nuestro propio laberinto de frustración y turbación. Ya lo diría santa Teresa de Jesús quien, por cierto, no era muy paciente que digamos: «la paciencia todo lo alcanza». Pero ¿cuándo lo alcanza? No lo sabremos antes, sino después de esperar y trabajar. Ante mi impaciencia, un buen amigo jesuita me daba un consejo que quizá te pueda ayudar a ti: «Tranquilo, esperar es muy educativo porque va ayudando a que los grandes ideales se asienten y encuentren un lugar sereno desde donde puedan vivirse para que podamos mantener nuestros propósitos y no caer derrumbados al primer tropezón». Recuerda, no desesperes, porque es cierto que «la esperanza no defrauda».
Tomado de pastoralsj